Por Juan Ignacio Acosta
Los educadores nos encontramos con el desafío de seguir enseñando, incentivando y motivando el interés de nuestros alumnos por aprender herramientas nuevas. Al mismo tiempo, surge una realidad muy distinta a la conocida en donde la distancia y el tiempo se convierten en limitantes.
Las horas frente la computadora se han multiplicado dentro de la actividad diaria tanto para maestros como para alumnos, ya sea para planificar los ejercicios, dar y recibir distintas clases a través de las apps, comunicarse con los pares, realizar las tareas, etc.
Para el profesional que trabaja con personas con discapacidad – terapeutas o educadores – hay un desafío mayor ¿cómo lograr los puntos de apoyo tan necesarios que suceden de manera presencial y contribuir a que la persona continúe centrándose en sus potencialidades? Y ¿cómo ir lidiando con las problemáticas sociales, afectivas, económicas que hay en cada familia debido a las contingencias que estamos viviendo?

La educación hoy tiene una oportunidad de cambiar el paradigma de enseñanza. Abandonar el actual modelo – basado en parámetros conocidos – y producir uno nuevo. Tal es ese el desafío que se enfrenta, que tanto el campo de la salud como el de la educación comienzan a comprender que aquello que se enseñaba quedó obsoleto. Dar clases por Zoom o por videollamadas replicando algo de lo que se hacía antes de la cuarentena sería caer en un error, sobre todo si los participantes tienen algún tipo de discapacidad. Hay que animarse a romper estructuras, y probar, aceptar el error y volver a recalcular; es tiempo de aprender nuevos formatos, nuevos tiempos y sobre nuevos parámetros de evaluación, porque no es lo mismo enseñar con el feedback presencial que con la opción de mutear (silenciar) a alguien a través de una app. Así como también reveer los tiempos de ocio, juego y esparcimiento.
El gran desafío que tenemos hoy quienes nos dedicamos al campo de la rehabilitación o la educación es lograr el equilibrio ocupacional de nuestros alumnos o pacientes. Gary Kielhofner se refirió a esto como al uso del tiempo en las diversas ocupaciones según las demandas familiares, laborales, educativas y contextuales de cada persona. Dada esta situación intempestiva de aislamiento preventivo y obligatorio, los desequilibrios ocupacionales aparecen y muchas veces las sobrecargas o exigencias exceden las capacidades; por lo tanto no podemos insistir en repetir los formatos que estaban antes del 16 de marzo, pues ese tiempo cambió y necesita de todos una revisión: qué se puede mantener y qué no. Insistir con aquello que antes era posible por lo presencial y ahora ya no lo es, es parte de avanzar, aceptar el cambio y dar un giro que permita que todos podamos retroalimentarnos.
El tiempo de atención frente a una computadora es menor que el presencial, por lo tanto las sesiones o clases deberían durar entre 30 minutos a 1 hora dependiendo la cantidad de coordinadores y el número de participantes en ella. “Traspasar” la pantalla a nivel energético puede ser muy agotador ya que requiere de un extra que de manera presencial no es necesario. Por lo tanto, es probable que alumnos y educadores se sientan cansados si se realiza por tiempos prolongados. Además, participar de dos clases seguidas, sin cortes o interrupciones, dificulta el trabajo del referente y la experiencia de los alumnos no resulta positiva porque no obtienen una experiencia de buena calidad. Considero que el uso del tiempo, del espacio, del contacto con un otro ha mutado y necesita que todos los agentes de la sociedad revisen qué nuevas formas adoptará y aceptar el devenir de ese cambio en vez de imponer formatos que, al día de hoy, se encuentran agotados.